La tierra que nos mece

Poesía - 50 pag.

Dos poemas de "La tierra que nos mece"


Chancho


¡Chaaancho! ¡chaaancho!
gritaba el peonaje y corrían todos,
unos a los árboles, otros al galpón
y alguno tras el bicho bravo y hermoso,
salvaje y clamando por su libertad.


Ah, la ignorancia de quedarme en medio
del camino, con la mano de la sangre
batiendo mi corazón en memorias
atávicas cuando el jabalí sublevado
ante una indigna muerte doméstica
corría hacia el sonido
que late en la espesura
y en la imagen huidiza volvimos
a ser ambos depredador y presa,
muerte y parte
prístina de la naturaleza.


 


Arena y final


El morro saliente del Cabo Polonio
moteado
de rocas, de agua
y lobos de mar ya a salvo
del garrote brutal de viejos loberos,
el faro con mar hacia el norte,
y hacia el sur,
el mar,
la línea extendida de espuma bravía

y el joven lobito marino que aúlla.
La playa profunda que va hasta Valizas
con médanos altos que encubren sangre
y asfixia, destino de muerte de Lola,
arena como blanca harina, vientos

y el lobito aullando hacia la lobería
escarpada donde ladran los lobos marinos
y su madre, que allá lo reclama
mientras él,
aquí la llama,
pero espuma viento y olas rugidos
hacen del ruido un silencio

y el perro flaco que gruñe al lobito,
amaga
mostrando colmillos y aristas
de un cuerpo tenso
color amarillo detrás
del lobito suavísimo y negro
que curva su lomo y es curvo el volumen
compacto con ojos redondos y esos
dientes chatos
de australis que finge bravura

y yo piedra hundida en la orilla,
testigo del drama y del mar.


 

La furia

Poesía - 25 pág.

Tres poemas de "La furia"


1.
equivoqué la palabra, palabra, el verrbo
pues bien,
picanea-mee, tira-mee al rrío, ahoga-mee
dale, dale.


cruzo la calle
parrrada en jarrra de frente digo
rrrroda- mee, pisa-mee,
dale, dale.


el policía mee mirra acarrrriciando el arrrma
dale date el gusto
erronea mee justo en la frente.


(ellos se quedan mirando indecisos, con ganas,
pensando:
debería hacerlo, debería hacerlo)


yo me voy con mi corrrr aje
de espaldas rrrotas
meee meee meeee.


2.
si mi ser fuera
(era de esperar que fuera)
furiría de a poco,
furiría más los sábados


en una oficina municipal
y furiría los domingos
juntando linyeras


furiría y furiría
hasta no furir mas


pero mi ser no es (eso parece ser)
no puede furir mas
porque se furió furiendo


3.
trizados todos los trinos
todo trópico atrofiado
prohibidos los profetas
y primados próceres
sin procura ya de romas y triunfos
que penetren la muralla al mando
del carro del amor


rotos ríos remueven remotísima escoria
renuevan jocundas rimas
ramas ralentes al rumor
de jadeos rotundos por recientes


suelta entonces
saca sacude separa a la severa hembra
sin sal sin sol
asesina su vertedero de lagrimal
ladeado hacia el ayer
del reverso de la soledad
dale el sol soberano. 


 

Ángel desde el cuadro

Novela - 173 pág

Ella es su nombre. Y todas las mujeres que hablan o actúan en su nombre son Ella. Mujeres que se incluyen una a la otra, locales y turistas, narrada y narradora, como muñecas rusas, hasta formar un cuadro que las integra y en el cual las mira un disimulado ángel formado por las volutas del humo de las velas.


FRAGMENTO


La llegada

Ahí está Ella, un mediodía de Julio en la desembocadura del río Una, saliendo del puerto de Valença en el viejo barco colectivo, sentada en medio de piernas morenas, bolsas con mandarinas, cajas bien envueltas y otras malamente atadas con pedazos de piolas dejando ver los rojos, verdes, amarillos de hortalizas y frutas.


El marrón del río va acercándose al verde del mar. A la izquierda ve los manglares con las raíces insertándose en el agua, como una mano alzada que toma la forma requerida para abrir sus dedos y apoyarlos sobre el fondo barroso, así como cierta vez alguien trataba de explicarle la cuarta dimensión: Imaginate que apoyas la punta de tus dedos sobre un plano, para el plano son meramente cinco círculos, quienes en esa dimensión habitan no podrían suponer que esos cinco redondeles corresponden a la yema de los dedos, lejos entonces de comprender la mano, la criatura hombre, la tercera dimensión humana. De igual manera, tampoco los humanos podemos percibir la cuarta, en la que hay habitantes de otra especie a los cuales nos es imposible ver.


Estos manglares, muy al margen -del río y de esas especulaciones- entran en el agua y se aferran al fango. Entre ellos desovan los peces y los cangrejos. Aparecen siniestros ese mediodía oscurecido por la tormenta, una maraña de negros y artríticos dedos vegetales cubiertos por un achaparrado techo de ramas finas y hojas bajo la cual es posible imaginar alimañas y peligros de los más diversos para el humano de la tercera dimensión, incluido algún misterioso habitante de la cuarta.


Los pasajeros se acomodan y ponen la cara que corresponde al momento de la travesía, la de no tener nada para hacer más que esperar el deslizamiento del barco entre vaivenes de agua encrespada, dejando atrás la ciudad de Valença, con el poblado de Galâo a la derecha y Ponta do Corral a la izquierda, acercándose a la isla  de la cual ya comienza a verse la ladera del morro con su gran M dibujada por la erosión, coincidencia de la naturaleza con la humana tarea de nombrar e inicialar: Morro de Sâo Paulo.


Algunos no la han visto pues prefieren ir mirando cómo se aleja la ciudad de la que han salido hace poco más de media hora; y con esto de que unos miran insistentemente el sitio que dejan y otros -con no menos insistencia- al que esperan llegar, no vamos a hacer forzadas reflexiones acerca de resistencia al cambio, tradición y renovación, ni otras de índole parecida, pues el mirar de la gente es errático, sobre todo cuando navega.


Para esta mujer solo hay, de mirar después de los manglares, la isla acercándose. Y se acerca lentamente, en medio de lloviznas y oscuras nubes bajas.


 

SER VIEJA
Una resignacion subversiva

Ensayo - 225 pág.

A lo largo de los diez capítulos y un anexo se analizan los puntos conflictivos de las distintas etapas de la vejez, en forma coloquial y dialogando con textos de ficción o autobiográficos que suman la perspectiva de distintos autores y/o personajes creados por ellos.


Capítulos: Prefacio o pretexto. Memoria y olvido. El hacer. Metamorfosis. Solo ser sola. Amor y muerte. El arte de curar. La enigmática salud. El salto de la vida. Los objetos, las cosas. Las palabras, las imágenes. Transcurso. Anexo: Diez años después.



FRAGMENTO


 "La Iglesia dice: El cuerpo es una culpa.


La ciencia dice: El cuerpo es una máquina.


La publicidad dice: El cuerpo es un negocio.


El cuerpo dice: Yo soy la fiesta.


Eduardo Galeano


 


    Como en la adolescencia, los cambios son vertiginosos, hay que aprender a vivir con un cuerpo que nos provoca, que responde distinto cada vez que lo necesitamos -no siempre peor- hay veces que no se puede convencer a un brazo (aquel que una vez nos lesionamos) de que se eleve a cierta altura, pero al día siguiente, que agradable sorpresa, sube más allá que eso. La tendencia es a desmejorar, pero a lo largo del tiempo que nos toca estar viviendo hay tantas variaciones, que cada mejoría en el desempeño es una alegre reconciliación y cada peoría, una cuestión de naturaleza que se acepta resignadamente. Jean Didion (Noches Azules), a quien ya nombramos, se dice:


 “…Un día estamos mirando la fotografía de Magnum en que aparece Sophía Loren en el desfile de Christian Dior en París en 1968 y pensando que sí, que podría ser yo, yo podría llevar ese vestido, yo estaba en París aquel año; y un instante minúsculo más tarde estamos en la consulta de algún médico que nos está contando lo que ya ha fallado y por qué nunca volveremos a llevar las sandalias de ante rojo con tacones de diez centímetros, nunca volveremos a llevar los pendientes de aro dorados, las cuentas esmaltadas, ni tampoco nos pondremos nunca el vestido que lleva Sophía Loren…”


Podríamos decir que ese no es un problema para la mayoría de nosotras. No llegaremos a los setenta y cinco años lamentándonos por unos tacones de ante rojo de diez centímetros o por no poder usar el vestido de Sofía Loren en el desfile de Christian Dior, aunque hay sensaciones parecidas con otros accesorios o algunas prendas que vamos dejando de usar porque nos incomodan, ponen en evidencia sectores que preferimos disimular o le hacen daño a nuestro cuerpo en plena transformación. Y eso pasa de un día para otro. Así es, aunque nos cueste aceptarlo nos transformamos en otro cuerpo que guarda una ligera semejanza con el que fue creciendo para transitar la adultez. Ante ese angustioso descubrimiento surge la negación, o el  reconocimiento seguido de amargura. Bob Dylan, en su conocido poema “No vayas suavemente hacia esa suave noche”, propone la rebeldía:


(…) No vayas amablemente hacia esa suave noche, / la vejez debería arder en gritos al final del día/ y rabiar, rabiar ante la luz que muere./ Por más que los sabios aceptan que su final sea oscuro/ porque sus palabras no atraparon ningún brillo,/ no van amablemente hacia esa suave noche. (…)/ No vayas amablemente hacia esa suave noche./ Rabiá, rabiá ante la luz que muere”.


Pienso que en esa rebeldía hay un grito de impotencia que se da en el momento en que descubrimos la inevitabilidad de la muerte, cuando aún estamos muy lejos de ella. En la medida que nos acercamos, es saludable aceptar esa verdad ineludible de nuestra existencia, e ir resignando ciertas cosas. La palabra resignación, de acuerdo con los valores voluntaristas del momento, es casi una mala palabra, pues proviene etimológicamente de entregar, entregar-se. ¿Y por qué no? Entregar, despojarse, desapegarse. Por eso mismo la reivindico, es la que nos puede acompañar felizmente en las pérdidas, abrir el paso a la alegría de lo posible y expandir nuestras posibilidades. Una resignación subversiva.


Todo lo vivo debe hacer cosas para no morir: alimentarse, abrigarse, moverse. Su inercia conduce naturalmente a la muerte, para no morir hay que actuar, interactuar con el medio, antes y ahora, solo que, en la vejez, el medio y nuestro propio cuerpo nos resultan hostiles. La subversión no pasa por rabiar, sino por negarse a morir antes que la misma muerte, y hacer de nuestro cuerpo un aliado sin el cual no podemos vivir.


 

Los Miedos

Cuentos - 120 pág.

Dos cuentos de "Los miedos"


Al rescate de Nora

Hace tres días que estoy obsesionada. Mientras trabajo, cuando voy colgada del pasamanos en el colectivo, en la cama por la noche, no hago otra cosa que plantearme la duda: ¿la mato o la dejo vivir? Intento olvidarla, pero ella reaparece y me exige una decisión. Entonces empiezan a surgir ideas acerca de cómo debería hacerlo, o si me disuadirá su chillido de rata; y de inmediato, otra duda peor: ¿valdría la pena el esfuerzo de dejarla vivir? Matarla sería más fácil. Tendría algún sentido acabar con su miserable y solitaria vida, con su cuerpito contrahecho y su cabezota de ojos sensibles, pelo ondulado y sedoso cayéndole sobre la espalda corva. Sería un acto de piedad borrarla de todos los ojos, sumergirla en el profundo olvido al que van a parar los seres que pasan anodinos por esta vida. Ya nadie sabría de Nora, su silla de ruedas, sus terrores, su insignificancia. Si, matarla estaría totalmente justificado.


La conocí a los dos días de haber venido a vivir a este edificio. Estaba por abrir la puerta del ascensor detenido en la planta baja, cuando escuché una vocecita chillona que salía desde adentro:
- Por favor, ¿me ayuda? Abrí la puerta y allí estaba, de espaldas, en su silla de ruedas. La saqué siguiendo sus indicaciones y después ella tomó el mando de su vehículo y me agradeció. Si bien no me perturban las deformidades, no suelo ser impresionable. Y en este caso, menos. Nora tenía una cara bonita, ojos grises y melancólicos. Recuerdo haber pensado que la vida era injusta con esa muchacha de treinta años. La seguí viendo con frecuencia a distintas horas del día, pero generalmente al atardecer. Acomodaba su silla en el palier de la planta baja, cerca de la puerta de entrada y conversaba con cada vecino que iba llegando. Otras veces la vi en el jardín rodeado de chicos de distintas edades. Me intrigaba saber con qué magia atraía a esos pequeños salvajes. Se lo pregunté a mis dos hijas que estaban saltando de la niñez a la adolescencia y bajaban a echar miradas inquietas a los muchachos vecinos. Me contaron que Nora participaba como árbitro o mensajera de las amistades y noviazgos de los pibes del barrio. Aproveché para preguntarles si sabían algo de su vida, pero no, no sabían nada.


En esa época todavía no llegaba a preocuparme, solo sentía alguna curiosidad por saber qué hacía cuando no bajaba, por imaginarle amores, angustias y un sexo exigente de quien sabe qué supletoria satisfacción. Aunque tal vez todo su cuerpo excepto su cerebro estaba dormido. Suponía que no, pues en los días de primavera Nora bajaba con vestidos llenos de volados que le descubrían sus pequeños hombros y ocultaban sus gruesas y cortísimas piernas. A veces incluso se ponía una flor en el pelo. Lo que no concordaba era su voz de ratón asustado, el oírla me llenaba de sensaciones desagradables. Por esa razón pocas veces me detenía a conversar, y porque Nora vendía cosas: cosméticos, ropa, chucherías que colgaba de una bolsa en la manija de su silla y uno mismo tenía que mirar, probarse, dejarle el dinero; todo porque ella descansaba sus minúsculas manos sobre el regazo y sólo las movía para usar su silla, como si temiera gastarlas. No podía más que sentirme malvada al negarme a sus ofrecimientos. Pasaba apuradísima, la saludaba apenas con la mano, me zambullía en el ascensor y en todo el viaje hasta el piso diecisiete iba justificándome con que era más pobre que ella, no tenía un vestido con volados para estrenar y debía mantener a dos hijas. Mientras subía iba creciendo mi animadversión hacia Nora, que holgazaneaba todo el día sobre su silla de ruedas y tenía tiempo para leer y pintarse las uñitas de sus manos. Me zambullía en el ascensor y en todo el viaje hasta el piso diecisiete iba justificándome con que era más pobre que ella, no tenía un vestido con volados para estrenar y debía mantener a dos hijas. Mientras subía iba creciendo mi animadversión hacia Nora, que holgazaneaba todo el día sobre su silla de ruedas y tenía tiempo para leer y pintarse las uñitas de sus manos.   


Una noche que volví tarde la encontré en el jardín de la entrada, medio oculta entre una palmera y un rosal. Hacía frío, viento, y el pelo de Nora flotaba. Me sobresalté. Eso me impidió seguir de largo como de costumbre. Sorprendida le pregunté:
- Nora, ¿qué hacés aquí?, hace frío.
- Es que estoy como loca- me respondió y me pidió que la empujara hasta el palier. Allí preguntó con su desagradable chillido, esta vez más agudo, si sabía lo que estaba pasando. Le dije que no.
-¿Será posible que la única que se haya enterado sea yo?- exclamó con desesperación (el gato ya clavándole los dientes). Luego se puso a hablar del agujero de ozono, de que se estaba adelgazando cada día más lo cual significaba que en pocos años, cinco o seis, toda forma viviente desaparecería del planeta.
Había parado a los vecinos cuando regresaban de sus trabajos, hablado por teléfono con sus amigos y parientes, y a uno por uno, con su aflautada voz, les había relatado el fenómeno, llorando y rogando que no usaran más aerosoles, que reaccionaran. Todos intentaron tranquilizarla sin darle importancia. Alguien le dijo “No te preocupes, ya inventará un aerosol inverso para engordar el ozono, nos lo harán comprar y el mundo seguirá su marcha”. 


Yo también lo intenté. Le dije que casi no usaba aerosoles, que al cucarachicida, imprescindible en este edificio, lo iba a reemplazar por la chancleta. Subí a mi departamento en el cual casi tengo un ataque de risa: ¿así que estas eran las lujuriosas obsesiones de Nora? Que Leonardo Di Caprio o Cameron Díaz se ocuparan de la ecología, bueno, pero Nora, Nora en Buenos Aires… Luego me dije ''en fin, la ociosidad produce esas pasiones' y me olvidé por esa noche.


A la mañana siguiente, sin embargo, compré el diario y busqué algo sobre el tema. En un rinconcito había una noticia acerca del ozono. Comprobé que Nora había cometido muchos errores en su relato, como lo suponía. Guardé el recorte para mostrárselo pero por dos días no la vi y me olvidé, hasta que dos semanas después, un grupo de vecinos alborotados en el palier me contó que Nora se había suicidado tirándose con su silla de ruedas desde la terraza. A partir de ese momento no hice más que pensar en ella, en si valía la pena que viviera en la memoria o desapareciera en el olvido, en imaginar su pelo al viento en la caída y a la silla sola girando en el vacío.
Viví obsesionada estos últimos tres días en el trabajo, en el colectivo y en la cama por las noches, dudando; hasta que finalmente decidí salvarla, bajé corriendo los diecisiete pisos, esperé su cuerpecito deforme que bajaba planeando con las amplias polleras y lo recibí entre mis brazos. Luego subí con ella y teniendo especial cuidado con su hermosa cabeza de largo pelo ondulado y ojos melancólicos la deposité con suavidad sobre estas páginas. 


 


Cachito

Aquel había sido un día fatal. La naturaleza, la sociedad humana y los objetos conspiraban en mi contra. Lluvia, cajeros sin billetes, corte de calle, huelga en la repartición a la que - por fin- fui a hacer ese odioso trámite, caídas del sistema operativo, un automovilista que dobla y casi me embiste, para luego insultarme de la manera más injuriosa.


Había soportado las contrariedades con la disciplina propia de un ser cosmopolita, aunque a costa de un esfuerzo persistente para no dar paso al malhumor y el desaliento. Tenía que recoger mi automóvil y al fin saldría del centro para terminar el día en la casa de tía Sarita. Caminé unas cuadras hasta donde debía encontrarme con mi auto, pero no estaba allí.


Por unos segundos dudé de mi memoria, luego vi un kiosco y pregunté. Lo había llevado la grúa.


Me sentí atontada, vencida al fin, pensando si tenía sentido empecinarme en cumplir mis planes o era más sensato dejar de remar contra corriente, olvidarme del cumpleaños de la tía, del coche, y volver a casa a protegerme del Mal. Héroes y heroínas determinadas a luchar me acosaban con frases corajudas en el oído mientras la lluvia -durante las horas anteriores molesta llovizna- desataba un ataque que atravesaba todas mis defensas. Herida de agua hasta en los recónditos escondrijos de mi piel, creo que lloré.


Después, desde lo más hondo de mi mojadura, comenzó a articularse un enojo tan insistente como la adversidad, que me dio fuerzas para no capitular. Busqué un taxi. Todos pasaban con pasajeros. Pregunté por una agencia de remises. Había una, pero por el momento no tenían coches. Me senté en el asiento destartalado de la pequeña oficina a esperar.


Cuando llegó el que me conduciría al cumpleaños número noventa de la tía Sarita en Villa Celina pensé, qué auto de mierda, pero igual subí. El chofer puso la llave en el arranque, el auto tosió, se sacudió, y nada. La segunda vez ronroneó y comenzó a temblar.


- ¿Le parece que llegaremos a Celina con este auto? - pregunté al chofer.


-Esta máquina, una vez que arranca, no la para nadie -refutó con suficiencia- ¡vamos, muchacha!, le dijo dando dos palmadas cariñosas al volante.


Yo estaba tan necesitada de un poco de amparo, que, por un momento, y ante la seguridad del conductor, sentí que podía aflojar la tensión y ponerme en sus manos. Cerré los ojos y volví a pensar, qué día de mierda. Y así me quedé por unos segundos, tratando de relajarme. Empezaba a oscurecer temprano, por la acumulación de cúmulos nimbos que casi no dejaban pasar la luz. Hacía frío, mucho para Buenos Aires. Cuando los abrí, el auto marchaba por una avenida solitaria. A lo lejos, en medio del parque, se entreveía la torre de Interama.


- ¿No sería mejor ir por la autopista? - pregunté


- ¿Con este día y a esta hora?, jaja, nooo…ni loco.


Miré el paisaje desolado de los alrededores: si alguien nos asaltaba ahí, nadie se enteraría. Y el chofer, a pesar de su seguridad, empezaba a intranquilizarme. Era un morocho enorme, con unas manos que cubrían la mitad del volante y pelos largos en las orejas y la nuca. Un tipo así podría voltearme con una sola mano mientras conducía con la otra. Por decir algo pregunté:


- ¿No le resulta peligroso andar por aquí?


- Para nada, mamita, yo hago este viaje todos los días hacia mi casa.


“Mamita”, qué imbécil, pensé. El tipo estaba marcando su territorio, y yo, completamente indefensa, metiéndome en él. Busqué en el entorno algo a qué aferrarme pero nada. Estaba oscuro, se había hecho la noche total.


- Bueno, le dije, si a usted no le parece peligroso, mejor, porque no me gustaría tener que usar mi revolver para salir en su defensa. Trataba de mostrarle que no era una pobre muchacha indefensa. El conductor me miró por el espejito y poco después tomó una curva que me pareció desconocida y tenebrosa.


- Conmigo en el auto puede estar seguro -continué- además del arma reglamentaria, en la Fuerza nos enseñan karate do, taekuondo y juijuitso… Yo sola puedo con cuatro hombres grandes. A veces me parece raro hasta a mi misma. No sé cómo puede reproducirse la potencia de mi cuerpo. A un grandote como vos lo doy vuelta con un dedo...


El conductor me miró por el espejito y supongo que no le gustó el repentino tuteo ni el tono elevado de mi voz, ni mi cara desteñida por la lluvia con el pelo pegoteado, ni la expresión que el miedo debía poner en mi cara.


- ¡Si, señor!, así es-, le dije mirando directo a sus ojos en el espejo, ¿Como te llamás?


-Cacho.


-Bueno, Cacho, apurate que estoy en misión oficial y si no llego a tiempo todos los efectivos de la Fuerza nos estarán buscando.


Cacho ya no se conformaba con el espejito, se dio vuelta varias veces para mirarme. (¿Se habrá dado cuenta de que estoy inventando? ¿Por qué me mira tanto? En vez de acelerar, cada vez va más despacio. Está tramando algo…)


- Cacho, acelerá te dije.


- No sé qué le pasa al motor, debe haber entrado agua-. El coche tosía y yo temía fuera un artilugio.


- Bueno, bueno, ¿tengo que sacar mi arma para convencer a tu amiguita?- dije e inicié un movimiento hacia la mochila que llevaba en el asiento. - Qué me mirás?, ¿nunca viste a una mujer de las fuerzas especiales, tarado? ¿por qué te agitás tanto?


No era yo, no podía ser yo la que estuviera hablando así sin más armas que mi bolsita de cosméticos (lo podía desfigurar con pinturitas), papeles (cortarlo con el filo), y la torta de bananas que le gustaba a la tía Sarita ( matarlo a tortazos). De repente el auto paró y Cacho se lanzó afuera corriendo hacia los yuyos de más de dos metros de altura del Parque Indoamericano: -¡Llevate el coche, yo no tengo nada que ver! Y desapareció.


Me quedé sola adentro y con la lluvia fuera.


¿Lo había asustado, o me dejaba en manos de sus cómplices? Mi celular no tenia señal. Bajé y miré alrededor. No se veía ninguna persona, aunque circulaba algún que otro automóvil. Me puse a hacer dedo, pero… ¿quién iba a parar allí?, apenas verían un bulto bajo la lluvia, en un paraje desolado y peligroso. Volví al auto e intenté manejar sin ningún resultado, no hubo forma de ponerlo en marcha. De Cacho ni noticias. El muy idiota se había asustado. No pudo haber ido muy lejos por esos yuyos ensopados:


- ¡Cacho! ¡Cacho!


Una hora y nada. Nada. ¿Qué hago acá? ¿Cómo salgo de aquí? Se me erizaba triplemente la piel, ya erizada por el frío y el miedo de imaginarme toda la noche ahí, sola. De repente me pareció ver algo entre los matorrales. Salí apurada:


- ¡Cacho!, ¡Cachito!, ¿Sos vos? Veni, hablemos.


- ¿Estás más tranquila?


-Todo bien, Cachito, veni que hace frio.


- ¿No me vas a hacer nada?


- No, querido, perdoname, te hice una broma, solo una broma, para mostrarte que hay que ser más prudente. Vení.


- ¿Estás loca, vos? ¿Qué bromita, no? No le veo ninguna gracia- dijo ya junto a mí sacudiéndose con enojo el pantalón embarrado.


-Vamos, arrancá. Semejante hombrón, te asustaste como un ratoncito. Vámonos, por favor, estoy congelada.


-Si estuviéramos en un lugar más habitado, ni por todo el oro del mundo te vuelvo a subir ¡te dejo a que te ayude Dios y tu fuerza especial, carajo!


Arrancó su auto después de varios intentos, bufidos, temblores. Yo me quedé silenciosa y pensativa. Cacho y el lugar ya me resultaron familiares.